Estoy sentado frente al ordenador, la habitación está oscura y la pantalla ilumina mis manos, un teclado que espera en la luz de sus teclas el primer párrafo que comienza a descubrir el sentido de mi lenguaje, es un lugar tranquilo desde el que poder centrarme en lo que estoy escuchando con unos auriculares que cierran los sonidos diferentes que puedan surgir de cualquier parte de todo lo que me rodea.
Hay una imagen que permanece en la pantalla y es el volcán de la Palma, casi todas las noches antes de ir a la cama dejo que mis ojos se centren en ese fuego que sale de una oscuridad, una cámara de la televisión canaria está permanentemente emitiendo las imágenes de este fenómeno de esta naturaleza que todos compartimos, de los truenos que suceden a las bocanadas de lava y ceniza que se esparcen por toda la isla, de unos caminos ardientes que van sepultando a su paso lo que el hombre construyó, las vidas que se han quedado escondidas bajo los escombros de unas casas que no podrán ser visitadas hasta muchos años en un futuro lejano.
Cada uno de los muros que han desaparecido sabían de historias, de palabras y sonidos que guardaban en sus colores, unos paisajes que han desaparecido ante la fuerza de esta corriente que circula por unos caminos ardientes, por unas tierras que ahora han desaparecido enterradas en los metros y metros de las ardientes coladas que bajando del volcán han construido unos caminos difíciles de entender, simplemente la tierra habla y es la que tiene el poder de seguir evolucionando en los lugares donde sale al descubierto su profundidad de seguir madurando.
Cierro los ojos y el sonido que me envuelve es de tormenta, rayos y truenos aparecen en los párpados cerrados imaginando una lluvia de color rojo, de un calor desconocido para el ser humano, de unas nubes que oscurecen el cielo y que dejan las aceras, los paisajes, tejados y demás lugares negros, invadiendo aquello que fue construido como ciudades, como barrios, como semilleros de los cultivos que también han quedado dormidos para siempre debajo de las capas oscuras que deja la marea lenta que todo lo guarda, unos momentos en los que dentro de muchos años quizás alguien pueda sumergirse en todo ese escenario para recuperar quizás algunas fotos o rincones en los que descubrir la sociedad que ahora permanece esperando el dormitar de tan furioso espectáculo.
Sigo escuchando la tormenta y descubro la maravilla que este planeta nos regala a los que no sufrimos por la desdicha, y en mis ojos cuelgan unas pequeñas lágrimas por todas aquellas personas que siguen escuchando el tremor de un fuego que sigue y sigue sepultando sus vidas, sus recuerdos, sus momentos que tuvieron para levantar aquellas calles, unas casas que ahora están debajo de un sedimento que contiene esta esfera azul que habita en el cielo lleno de estrellas, un sentimiento de no poder hacer nada, aunque ya es una gran victoria que no haya nadie que haya perdido la vida, aunque la vida se ha ido de muchas mentes en estos sesenta días que sigue vomitando fuego y ceniza para llegar a construir en el mar un nuevo acantilado, unas nuevas tierras que seguramente serán prolíficas para los siguientes residentes que vuelvan a trabajar con mucho esfuerzo en los años que siguen a todo esto.
Quería dejar en estas palabras un sentimiento que no tiene palabras, que no llega con las imágenes, que no contiene ningún lamento, solamente agradecer el esfuerzo de muchas personas porque se hayan salvados muchas vidas, muchas edificaciones y felicitar a todos los implicados en seguir ayudando desde la distancia y la cercanía a un pueblo herido, pero no muerto, pues no hay muerte en la herida sino lamento por lo perdido.
MIGUEL JOSÉ CARBAJOSA GÓMEZ
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