Miro a mi alrededor y veo a los árboles en
su diálogo con el viento, a las hojas bailar con el frío que viene de las
alturas, con los pasos que viajan entre tantos pies, con las manos balanceando
los gestos de una ciudad en la que un Sol radiante termina de completar su
esfera entre el fondo de unos edificios que se alejan de la noche y sienten
como sus dormilones inquilinos van dejando su puerta cerrada hasta el
anochecer.
La hora del baño, del nacimiento de los
pensamientos, de las miradas al reloj, de los armarios abiertos para combinar
los colores y descubrir un jersey que hace tiempo no me ponía, para jugar al
disfraz con un sombrero que se cae al suelo, reírme unos segundos y elegir la
blusa y una falda de entresemana, terminando con los ojos puestos en los buenos
días del espejo que me recuerda la noche anterior en su último abrazo con el
tiempo.
Es un lunes, pero más bien podría ser un
martes, incluso un miércoles diferente, pero comienza la jornada, todo se pone
a punto para el disfraz y las notas que me llevan a divertirme y salir a por el
coche, o mejor hoy me voy en el autobús para poder leer el móvil
descansadamente y llegar sin aglomeraciones de aparcamiento ni mal humores que
me ponen el nervio despierto y agresivo.
Te espero en la mañana para convertir lo
realizado en el día anterior y seguir con el siguiente, es un momento que nos
interrumpe el sueño para llevarnos a otro menú, a ese mapa difícil de recordar
en los múltiples viajes que hace nuestra alma después de colocarnos bajo las
sábanas cubiertas de dibujos en la suavidad de un silencio que nos va inundando
toda la noche, incluso nos aleja de aquellos muros y nos coloca de nuevo en el
mismo lugar con una cama como un transporte de nuestro inconsciente.
Es la hora, dice alguien que nos despierta,
un móvil con una melodía que nos gusta encontrar en ese abrir de ojos, en esos
brazos que se cruzan para buscar en la mesilla, con las palabras justas en el
contorno de una mente que va despejando los niveles que volvemos a recorres por
los pasillos interminables de nuestro cerebro, de los desiertos llenos de
diseños imposibles de poner en nuestra realidad despierta.
Espera, le digo, que me bajo del viaje para
recorrer debajo de los árboles las palabras que siguen despiertas entre mis
manos, los colores que pinto de nuevo para dibujar el calor de la sonrisa, el
sabor de unos abrazos en la piel de unos sentidos que me acompañan desde que
volví a la vida en este nuevo cuerpo del que sigo enamorado y dueño por el
milagro de la vida, por el aliento que cada día insufla el Camino.
Miguel José Carbajosa Gómez
|