Por todas
las carreteras llegaban preguntas sobre el destino final, ninguna terminaba,
simplemente encontraba un desvío, una confluencia que me hacía dudar de la
llegada, todo aquello vivía en el sueño de las plantas, de los animales que
circulaban libres por las praderas, por los montículos y montañas en las que se
perdían para descubrir el silencio, con unos pasos decididos entraban en el
lugar más aislado, en lugares imposibles de llegar junto a las águilas, a los
pequeños animales que construían ciudades y pueblos distintos a los humanos.
Eran tus
palabras las que me convirtieron, la expresión de tus ojos encendía el saber,
no un saber cualquiera, un saber interno, una palabra que contenía
sentimientos, un discurso que no te habías aprendido, solamente lo vivías y le
ponías sonidos, dejabas que las imágenes que pasaban por la retina pudieran
interpretar muchos momentos que te hicieron descender por las laderas y
construir con ladrillos y pizarra el hogar que ahora disfrutas, los encantos
que todo mezclado en la batidora pueden reconocerte sabiendo tú mismo, tú
misma, que aquello es el principio de todos los finales, los comienzos de
nuevas aventuras con la mirada abierta y los oídos limpios de todos los miedos
que aparecían.
Bajamos
la gran cuesta de más de un kilómetro y todo fue distinto, el llegar digamos
que era tortuoso para unos prácticos del volante, no sabía que aún habían
lugares que podían hacerme estallar de miedo, de entender que todo aquello en
mi niñez se tornaba distinto al volante de este vehículo que con su color en el
fondo verde llamaba a las vacas que pacían en el vasto panal que la naturaleza
había construido, que los caballos salvajes ponían el fondo de unas fotografías
que inundaron la cámara, que no podían recoger en su pequeño fondo toda la
maestría que la vida coloca en lugares casi inaccesibles para distinguir el
poderío de la creación, de esas células que se unen y multiplican para
completar este momento.
El
silencio con las nube protegiendo las montañas, las laderas corriendo por entre
la humedad que desprendía ese mar que había apostado por viajar en el algodón
blanco en que se convertía las pequeñas gotas que acariciaban el rostro que
bajó de las profundidades, esas hortensias que ocupaban todos los espacios
donde la tierra sujetaba las piedras de cada monte y valle, de cada resguardo
por donde los caminantes encuentran cuevas y caminos en los que mirar la
belleza, donde unos musgos colorean los troncos de estos árboles que nos
separan de la luz, que hacen cavernas por las que viajar lentamente para que en
cada recodo podamos inspirar un aire que viene de un poco más arriba, de unos
ríos que en la profundidad de los valles puedan gritar la vida, el sendero que
transportan los elementos necesarios para confundir a los testigos que vuelan y
se esconden detrás de cada noche.
Era la
noche la que descubría el día, ese despertar que dejaba las ruedas frías y los
mensajes perdidos en algún bosque, las palabras que intentabas compartir con
los demás se dormían dentro de sus líneas para esperar aquello que les hace
viajar, unas ondas que no pueden traspasar tanta hierba, tantos cantos que se
desprenden para aligerar los puertos, las montañas que aparecen y desaparecen
alrededor de los valles, en las profundidades de una tierra que cuando coronas
las alturas encuentras la vida en pequeñas casas ajustadas a las sierras tan
guardadas por esas nubes donde se divisan los pies de los ángeles, donde el
cielo descansa sujetando el calor y el frío, donde puedes gritar que al cielo
no le hace falta tener cobertura, ni tampoco antenas ni receptores, solamente
susurras a los algodones que pasean por tu rostro y sientes los besos de su
cariño, de las pequeñas gotitas que viajan a distancias lejanas y cercanas.
Salir de
todo aquello en una distancia corta me ha dejado tantos mensajes, tantas
oraciones en las que poder distinguir lo que la vida me encendía, donde el
aliento de la vida se encuentra en todos los rincones, en los recodos de cada
curva, en los pequeños lugares donde los habitantes disfrutan de sociedades
pequeñas, en el intercambio que siempre realizan dentro de unas economías
caseras, de unos amigos y paisanos dispuestos a encontrar la ayuda y el ánimo
de seguir adelante en unas condiciones en las que muchos de los que llegamos y
después nos marchamos no entenderemos ni sabremos diferenciar de otras zonas en
las que vuelves y recobras el encanto de una vida diferente, no tan paciente
como esas mañanas donde las tormentas nunca rugen ni las lluvias hacen rebosar los
ríos.
Miguel José Carbajosa Gómez
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