Una noche en la ciudad, entre la playa y el cielo, en el ancho mar que abría sus puertas a un concierto que se llenó de almas, de encuentros en el sabor de unas canciones donde la letra entraba por los canales de unos chakras que empezaban a bailar esa salsa que todos encontramos en nuestra mirada.
Llegamos antes de las nueve de la noche y nos encontramos envueltos por la arena en los pies, por las nubes que bailaban de un lugar a otro en el cielo que se iluminaba de las luces que el castillo empapa por los cuatro puntos cardinales de la montaña.
Recorrimos unos metros hasta que encontramos en lugar exacto desde el que encontrar el sonido de voces y cuencos, de velas que no encencían porque el viento también cantaba, de unas antorchas que iluminaron el encuentro de aquellos que llegaron y se marcharon.
Nos vemos o nos volvemos a escuchar, el canto de aquella imagen quedó guardada en este momento, las olas que llegaban y se marchaban daban el tono de agua que el fuego encendía cuando las manos y los labios llegaban a entonar lo que no se puede describir con palabras.
Fueron más de dos horas, quizás tres, el tiempo viajaba de un lugar a otro para acercarme al Sol que ya había marchado tras el horizonte, la luna se acercaba lentamente sin encender todo su anillo para devolver esa luz que nacía de unas miradas que no estaban tan lejos.
Lejos me marcho cuando pierdo de vista el lugar desde el que nací, del lugar en el cual muero cada vez que me reencarno de nuevo en los lápices de estos colores que nos acercan al firmamento, a las estrellas que iluminal el trocito de cielo que compone el firmamento, el universo.
Gracias por todo y a todos, un abrazo,
Miguel José
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