El sol anida en la profundidad del alma, la luz escondica sale por los rincones desde donde proyecta el amor, el sentimiento, la felicidad, todo envasado al vacío para degustarlo en las terrazas que durante la velada pasean por el infinito carrusel de avenidas en este precioso mundo.
Hombres y mujeres, niños y niñas, adolescentes jugando a ser mayores, mayores jugando a ser niños, niños que encuentran el momento oportuno para hacer su gracia, seres humanos que escuchan en el silencio las palabras que no aparecen cuando sus voces aumentan los decibelios.
Paseo por la vida y me encuentro a los amigos, a la chica que me traía de cabeza porque me gustaba tanto que no quería vivir sino era a su lado, del colega con el que andábamos de cabeza aproximando aventuras que luego vivíamos sin control, con una botella en la mano y en la otra la fuerza de sabernos amigos.
Giro mi cabeza y veo el pasado, un pasado que está detrás, un pasado que no volverá, pero un pasado que he vivido, ahora estando inmerso en este presente, miro hacia adelante y veo un futuro, un horizonte al que quiero llegar y traspasar, un horizonte al que acabo de llegar para mostrarme un nuevo horizonte al que volver a dirigirme.
Soy feliz, siendo al dios que hay dentro de mí, al sentimiento de un amor infinito, fuera de cualquier religión, de cualquier credo, de cualquier confesión. Es un amor diferente al de los códigos, al de los catecismos, al de las sinagogas, al de los templos. Es un amor incondicional en donde no hay juicios ni tampoco sentencias.
Busco cada día el lugar que me pertenece, que me merezco, el camino que me busca, el lugar desde donde poderos dar las gracias por encontrarnos en este mismo espacio paseando por estas palabras que encienden las luces que se apagan para encontrarnos de nuevo en la esencia que componemos.
Un beso,
Miguel José
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