Sopla el viento y miro a los lados de este vivero, encuentro cómo los plásticos envuelven los sonidos ampliándo su escenario a cánticos de aire con una velocidad que impide a los pajarillos encontrar el camino recto de vuelta a sus nidos.
Las plantas se miran en silencio, los pétalos se estrechan lentamente para evitar que el miedo se apodere de la inmensidad de flores que van naciendo en este lugar, escondiendo la noche más sonidos que acomodan las miradas de quiénes no entienden que sucede.
Todo se mueve en la fuerza que imprime sobre paredes de un cristal que no puede reflejar miradas que no aparecen, ni canciones que entiendan de estrofas donde el sentimiento acaricia las lágrimas de quiénes empiezan a dormir en los amplios rincones de un criadero de semillas.
Semillas que salen de una pequeña porción de tierra que ha recibido la humedad que ahora caliente el Sol, de la fuerza de una vida diferente a los que viajamos a su alrededor, de unas manos que encuentran esta soledad en quiénes no esperan nada al no poder moverse de donde nacieron.
Estoy junto a ellas pensando cómo piensan, aunque ellas no saben que yo puedo mirarlas, solo esperan a que mis manos vuelvan a entregarlas la caricia que no saben recibir, pero que sienten desde lo que un día nació entre todos, la vida desde el ovillo de un nacimiento.
Sigue el viento soplando y soplando desde cualquiera de las esquinas que cierran las puertas de un mundo que calla, de unas naves que encienden los colores en las hileras formadas de un ejército que no hace guerras, de unos soldados que no portan armas, de una forma de vida que no entiende de paz, sino que solo por existir son la paz de quiénes se paran a escucharlas.
Me marcho porque quiero volver a pasear por estas calles y plazas que me enseñan el silencio desde el espejo que me entrega por estos pasos y perderme por el mar de macetas rellenas de vida, en el todo que acaricia este mensaje que ahora descargo lentamente en los párrafos que acabo de compartir.
Namaste.
Miguel José
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