La nieve llama a la puerta de un nuevo año después de que el pasado diciembre recibiera el manto blanco de una navidad que nos dejó la paz y el amor de quiénes se encontraron de nuevo entre los viajes y llegadas de aeropuertos y estaciones de tren, puertos desde donde los barcos alojaban nuevamente a viajeros que no tenían billete de vuelta.
Blanca navidad, días donde la hermosura del agua se transforma en hielo, en la fuerza contenida en una masa que se duerme en los lugares donde apaciblemente sueña volver nuevamente a correr por los caminos que abre lentamente con la subida de la temperatura.
Nuevamente nieva entre las gentes, en los pueblos y ciudades que quedan con distinto sabor, con olores fríos que encienden las praderas donde la vida sigue su curso, donde los seres que viven y reinan en los bosques pueden dejar senderos de distinto color al atravesar los muros de sus propios límites.
Son cuerpos que se encuentran dispersos, son motas de polvo en la inmensidad de los mares, en la profundidad de los valles, en el cauce de unos ríos que dan vida nueva, sabia que circula por las venas de esta tierra, de una arena que convive con las piedras que amasan los paisajes, que acunan las montañas que se alzan antre nuestro silencio.
Hoy salí de casa entre pisadas que habían comenzado a derretir la imagen de un mes en donde comienza la gran abundancia de vivir, la gran maravilla de colocarnos de nuevo en los mandos de nuestro ferrari para encender los motores de este cuerpo que nos regalamos en cada vida, para dirigirnos al lugar desde donde correremos nuestro gran premio.
El premio de encontrar dentro de nosotros el templo inmenso que construímos cuando volvemos de nuevo a entregar nuestro cuerpo a la tierra, a devolver el gran regalo que recibimos, para seguir viviendo en este alma que ahora encuentra en el sentimiento de estas manos disfrutando de un don divino de colocar entre lo banco de la hoja unos símbolos que hacen de este momento un eterno presente.
Miguel José
|