Entraba en la hora nona después de que una tormenta empapara aquellos pequeños prados, unos lugares donde los más infantes dan rienda suelta a esos juegos que les preparan para adentrarse en el salto cuántico que realizaran cuando su voz cambie.
Llenaba los minutos de escuchar el silencio, de caminar entre aquellas calles que se encendían en la penumbra que oscurecía aún más la parte alta de una ciudad que emergía de sus luces y coches como si de una pintura distinta conformara aquellos momentos.
Todo era perfecto para meditar desde unos pasos tranquilos con la mirada puesta en aquellos árboles que esperaban las caricias de aquellos diálogos que los componentes de tres personas acercaban a la brisa que sonreía húmeda con una temperatura que dejaba la piel de gallina.
Las palabras aparecían por orden de interpretación, de cuando en cuando las miradas se turnaban con la presencia de unas esquinas que parecían esconder nuevas aventuras en las sombras que dibujaban calmando una fantasía que se escapaba al entrar en la curva que definitivamente nos alejaba de la calle anterior.
Las casas de unos campos, en la costa se llama campo a lo que en las ciudades se llaman chales, decía que las casas de unos campos recién regados con el caldo de las nubes que se alejaban a festejar su descarga, se secaban tranquilamente mientras que los pequeños ríos iban desapareciendo en unos rodales de arena y barro que cambiaban el aspecto de las aceras secas de hacía unas horas.
La hora avanzaba y los cuerpos iban más cansados, un sudor silvestre daba un olor de haber cumplido el mensaje que habíamos programado en aquel salón horas antes de marchar a comprar una comida que luego cocinaríamos en la espera de que una meditación final cerrara tal bello día que había comenzado con un nuevo encuentro entre aquellos que un día comprendieron que eran, bueno son, unos buenos amigos.
Miguel José