Hoy es el día de la madre, un día muy señalado en la infancia de quienes somos ahora padres, o de quienes han sido también madres, o en quienes son simplemente hijos, y en aquellos que no la conocieron porque la vida les hizo empezar a jugar así, pero la madre siempre ha existido en el principio de todo origen, en el comienzo de la vida de cualquier ser humano.
Es un regalo que quiero compartir con quienes escuchan al otro lado que la fiesta me hace volver a un pasado, y no es así, significa disfrutar de cada madre, de la señora que dejó que su cuerpo se impregnara de la magia de procrear, de unos minutos que fueron decisivos para esperar que su mirada se volviera al amor, que la pasión de una tarde cualquier hiciera recoger en los frutos de su vientre la mirada que nunca la abandonaría.
Abandonamos la casa cuando queremos vivir la nueva experiencia de no dormir junto a sus brazos, cuando nos hacemos tan grandes que no puede tomarnos en sus pechos y llevarnos a la cama cuando el alcohol ha desbordado nuestra mente, cuando el viaje se torna largo hacia aquella aventura que luego nos acerca mucho más a su mirada, o cuando volvemos por navidad sin avisar de nuestra llegada.
Pasa la vida, y de esa foto en la cartera siempre nace un beso, un recuerdo cuando ella se marchaba por aquella puerta tan grande, en aquella mirada fija que dejó su ternura en aquella tarde, y comprendemos los errores de una infancia que nos dejó la sencillez de su amor, de la semilla que te hacía en cada regañina, en cada observación, en cada bofetada, aunque puedes no haberla escuchado, ni en los silencios de su mirada en un espacio sin andar, en ese cielo donde el reloj no se puede colgar.
Cuando la ves vivir en aquel cielo te emociona la sinceridad de entender como te adora, cuando aparece en aquella foto del salón recuerdas que tú viviste en su vientre nueve meses antes de explotar a la vida, cuando la ves dormir en tu sentimiento recuerdas aquellos momentos en que no pudiste decirla que la querías, y ahora sientes que siempre la has amado.
Claro que la experiencia nos deja lugares y recuerdos, miradas y vídeos que nunca pasaron por ninguna cámara y que siguen grabadas en la memoria de un mocoso que ahora cumple sus primeros cincuenta años, y miras a través de aquella pequeña ventana el beso que te dejaba en esas carnes de leche, cuando la mirabas sin verla y la sentías por aquel olor que dejaba en tu sonrisa de unos ojos aún no preparados para conocer el amor a simple vista.
Le pusiste el marco a la foto en que mi marcha partió en dos aquellos abrazos, en que tenías que salir hacia ese lugar que ahora ya no recuerdas, pero que siempre has sentido que ella quedaba mirando hacia el mismo fogón (mi segundo escrito), y siempre podrás tener el calor de aquella llama que siempre recordarás en la mirada que no pasa de largo en la sensación de frescor cuando paseas cada mañana en la ternura del recuerdo de saber que nunca se ha ido.
Pero las madres que aun quedan saben hacer lo que saben desde que nacieron a la vejez, desde que sus manos escucharon a unos nietos llorar, a unas miradas tiernas que les hicieron recordar que fueron madres de un pasado donde el futuro era el mismo que ahora no saben pronosticar los mercaderes que se anuncian en los carteles de cualquier día de la madre.
Doy gracias añadiendo este párrafo a la persona que nació en la vida que recorro, por saber sin ninguna duda que el amor que recorre mis venas, la sangre que alimenta mi cuerpo, el alimento que me nutre en todo mi esqueleto, lo recogí de tus cuencos de leche que fabricabas con aquellas manos que dejaban la suavidad de tu silencio, nana que grabé en el disco duro de este cerebro que ahora dispara un nuevo amanecer junto a ti.
Miguel José