Faltaba algo en este momento, ese calor que ahora siento desde mi intimidad, desde este cuadro que estoy pintando con los labios en cada situación, con los besos que aparecen en un rostro que amanece dentro de una burbuja de amor.
Dejo volar la imaginación y llego a un estanque rodeado de bellas flores, con un agua cristalina, un camino de arena cubierto de árboles que gira en torno al estanque, y desemboca en la parte alta de una pequeña espesura escondida dentro de un bosque que casi no respira.
Tan pronto como mis manos se humedecen, los círculos que originan vuelven todo de color verde, se mezcla todo el paisaje y aparece un bodegón de frutas, de manzanas con fresas, de vainilla y chocolate, de amor y pasión, de coco y nueces.
Sigo el camino y las ardillas que se esconden en los árboles me escuchan cada paso, cada huella que siento dejar entre los pequeños charcos de una lluvia que ha disuelto las manchas de aquél espeso humo de un tarde cualquiera en el parque de alguna gran ciudad.
Voy penetrando en la oscuridad de aquellos árboles y escucho el sonido de aquellos que me observan, de quienes sienten que estoy viajando por un mundo que solo es de ellos, de quienes comprenden que no se respeta una parte de aquella naturaleza que todos los días llora por tanto desperdicio.
El barro se acumula en unos zapatos limpios, de un calibre oscuro, de un modelo antiguo, con unas semillas pegadas a los laterales de aquellas pequeñas correas que sujetan unos pies doloridos por tanto caminar sobre la dureza negra del resto de petróleo con lo que superponen los caminos para unos coches que espantan con su humo la diversidad animal que se refugia bajo estos lugares.
Suena la campanilla, los muchachos salen corriendo, unos hacia la derecha, otros simplemente andan, y algunos se quedan rezagados en el pequeño recreo que comienza cuando la hora que estaba programada salta en un calendario que se va quedando vacío.
Al final del día, no he podido comprender por qué amo, por qué miro a todos los seres con cordura, con la esperanza de que algún día comprendan el lenguaje que esos bichitos pequeños pretenden enseñar, divulgar, desde una pequeña flor o desde un agujero trabajado en aquellas horas que dormimos una siesta o tomamos un café.
La noche esconde a los nuevos inquilinos que nos acompañan durante el día, pero que no sentimos porque no nos acomodamos a unas arañas, unos búhos o unos murciélagos que pueden hacernos daño, aunque el miedo al dolor, el miedo a no poder controlar el propio miedo nos acerque cada vez mas a la sinceridad de aprender el dolor con otro nuevo dolor.
Hoy es un día nuevo, recién estrenado y ya está nuevamente interrumpido por las horas, por el tiempo, por ese espacio que nos lleva al pasado o nos aleja a un futuro, y es momento para demostrar a quienes no nos creen que algún día el tiempo no existirá, que solo será una ilusión, que vivir años era parte del pasado.
Hoy Madrid, mañana ya os diré...
Miguel José
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