En un lugar de la mancha, de cuyo nombre aún puedo acordarme, se abre una mañana con un Sol picante, escondido entre nubes, y entre pequeños montes que delimitan una ciudad llamada Valdepeñas.
Al llegar al lugar nos vemos en la alfombra de asfalto rodeados de viñas, con sus uvas esperando el momento en que unas manos las transporten al lugar donde su jugo servirá para comenzar el proceso de un líquido que al fermentar se denomina vino.
El pueblo está situado en la Mancha, justo en el corazón de los caminos que Don Quijote, un hidalgo caballero, junto a Sancho Panza, su escudero transitaban por estos lugares en busca de monstruos y damas.
Al entrar por las calles de la ciudad por excelencia cuna de los mejores vinos de esta tierra, nos encontramos casas de dos alturas, incluso tres. Es una ciudad expandida hacia los lados, no hacia el cielo.
Los caminantes pasean lentamente por una ciudad tranquila. Son calles largas llenas de portales a ambos lados, casas de dos o tres plantas. Calles más largas y estrechas en el centro, cortas y más anchas en las afueras.
La visita es de dos días, de dos mañanas y una noche, de treinta y seis horas en las que ver todo lo importante no es primordial. Sentir esta ciudad es observar la tranquilidad que unos seres pueden enseñar, la amabilidad de aquellos que sienten con orgullo la ciudadanía de tan preciada villa.
El vino es parte importante de su cultura, junto a la historia de unos edificios de otra época, de un nacer a la vida junto a una Iglesia, de unas pocas calles que fueron quedando en el centro al crecer aquellos que sentían quedarse en el lugar donde nacieron.
El pequeño movimiento de sus habitantes contrasta con el silencio que no tienen las grandes ciudades. Sus calles largas de casitas bajas, dejan paso a la luz, a esos amaneceres donde el Sol reparte por igual a todos su espléndida figura, su calor intenso, su color dorado.
Al observar los edificios de tan corta altura observamos que el vértigo de esas grandes ciudades donde la altura es sinónimo de grandeza, contrasta con la sencillez de unos pocos habitantes durmiendo en la tranquilidad de unos pocos. La gran ciudad esconde en poco espacio más cantidad de seres que, en diferentes alturas, viven los mismos momentos, el mismo aire, la misma lluvia, el mismo calor y el mismo frío.
Aquí el frío está más cercano al suelo, como el calor y su luz. Los paseos largos hacen salirte de sus calles. De esa única avenida. Los días de luna llena, la luz entra perfectamente en los patios de las casas, en las pocas y los parques parecen mas grandes.
Los días de lluvia, el calor del verano o la niebla de algún otoño o invierno, dejan vacías sus calles, el tránsito es menor, el caudal de vida parece desaparecer. Las arterias de este lugar por donde paseaban aquellos caballeros hidalgos, cuan menester procedía en su época, ahora dejan paso a los turismos que en pequeña medida, asaltan sus calles en los días y en las noches, con sus luces en las noches oscuras.
El paseo ha sido sencillo, el olor de las flores de los parques, de los verdes campos, de una tierra roja, deja en nuestro recuerdo el haber conocido un territorio pequeño, en una tierra donde cada pueblo, cada ciudad, cada provincia tiene una manera sincera de completar su camino.
Miguel José
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