La muerte no es la vida. El concepto que arraigado en mí deja la huella del miedo, del instante en que esa hora de un calendario llegue a mi cuerpo, hace que mis pensamientos, que el razonar de una mente limitada no pueda comprender la llegada de la liberación que pueda contener una vida infeliz.
El concepto de muerte nos llega de la pantalla de cine, de la narración de aquellos que la han vivido tan cerca, de los empleados de esos grandes circos llamados religión, de aquellos que sienten su poder sobre publicitar imágenes de cuerpos inertes sobre unas calles inundadas de terror.
La muerte duele según quién la soporte, la muerte hiere según quién la quiera quitar, la muerte es profunda según quién la quiera pasar por alto, la muerte es sencilla para aquellos que han vivido una vida dura en los contenidos de unos días o noches sufriendo el dolor físico.
La conciencia nos libera de tantas ataduras cuando comprendemos que podemos conocer y sentir. La mente nos deja pensamientos que pueden endurecer nuestro encuentro con ella. La vida se nos termina en un halo de expiración, en un abrir para cerrar los ojos definitivamente a este lugar de nacimiento.
Morir es marchar, marchar es partir, partir es iniciar un viaje. Un viaje que nos lleva a la luz, a ese gran espectáculo sin fluorescencia, bajo una luz que no contiene bombillas, ni electricidad, ni tendidos eléctricos, ni baterías, ni mucho menos corriente alterna.
Morir es pensar en otro plano, morir es volver a vivir en el otro lado, en un lugar llamado cielo, que es donde los obispos y el demonio nos sitúan siempre al conocer que nuestra vida fue ejemplar, de un buen hombre.
Pero no todo el morir es partir, el morir nos indica dejar atrás aquello que no nos sirve, el traje roto que ya no funciona, la maleta llena de mentiras y odios, de envidias y necedades, para comenzar a vivir una nueva existencia. Todo ello sin salir de este cuerpo de humano, todo ello en el revivir de aquella experiencia.
Un cáncer nos habla de volver a la vida. Un accidente de tráfico en donde nos salvamos de milagro, nos dice al oído que aún no podemos abandonar nuestra tarea. Un intento de suicidio nos experimenta en el límite de aquello que no podíamos cruzar solos aquella barrera.
Morir para mí es un sentimiento de transformación, es un instante en que debemos decidir si cruzamos al otro lado, si cambiamos aquello que no queremos volver a experimentar. Morir es nacer a un mundo mejor, a un mundo lleno de lo que nuestro corazón nos va ofreciendo en la bandeja de entrada de nuestro correo electrónico.
Acabar es empezar. Terminar es volver a comenzar. Morir es dejar a un lado las creencias de ser un hombre corriente, para vivir a un hombre sincero. Dejar a un lado la muerte es hacer que cada momento de nuestras vidas sean una muerte segura en el sendero de la negación, para que esas almas comprendan que la máquina que nos envuelve se ha vuelto contra nosotros.
No importa morir hoy o mañana, no importa terminar con aquella aventura de una forma distinta a como empezó, no importa todo aquello que nos rodea, esas personas de las que nos creemos enamoradas y a las que no queremos perder.
Yo me perdí, y me encontré un día de noviembre. Encontré que dentro de mi silencio hay un lugar llamado corazón. Es un pensador increíble, un vividor sin sentido común, un mensajero de aquello que nos atrapa en el exterior. Un niño interior que nos alivia dejando que nos olvidemos de aquel humano que no supo llegar.
La muerte cierra este escrito, porque esta forma de morir de un despertar siempre es el nacimiento de uno nuevo, más sincero y cargado de amor, más cercano al alma que detrás de esta figura humana, espera el momento de volver a vivir.
Miguel José
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