Son las ocho de la mañana y salgo de la cama todavía con el recuerdo de algún sueño que ha vuelto a moverme entre las sábanas. Aún no puedo controlar el ajuste nítido de mi vista, ni de las articulaciones con unos movimientos torpes, cuando da comienzo el viaje por la casa.
Primero visito el baño para descargar de mi cuerpo todo aquello que no me sirve, los resíduos que sobran después de toda la noche, aquello que no tiene cabida en la regeneración de mis células, además aprovechando ese pequeño instante para el descanso antes de introducirme en la ducha.
Una vez la limpieza de todo mi cuerpo, y también con los sentidos más ajustados y despiertos, sigo por el pasillo que conduce directamente a la cocina. Allí observo como quedó todo lo utilizado la noche anterior y vienen a mis recuerdos aquellas risas y aquél momento en que todo aquello se situó alrededor del fregadero.
Saco los cereales, la barrita de pan integral, el jamón serrano, el aceite, un tomate pequeño y los dos yogures. Todo ello se sitúa ante mis ojos y comienza el baile de todos aquellos instrumentos necesarios para dar vida a lo más importante de mi nuevo día. El Desayuno.
Un momento deseado que nos inicia en el primer trabajo de nuestro sentido del gusto. El instante en que sentimos que nuestro estómago está reclamando algo para poder trabajar. Esos ingredientes que está esperando desde que el cuerpo ha comenzado su marcha desde la cama.
Con paciencia y sencillez, los ingredientes se van combinando, el pan se abre para recibir el cosquilleo del aceite. Resbala lentamente por su interior crujiente, va empapando las paredes que albergará las lonchas de un jamón tierno, casi deslizante por la pequeña grasa que lo cubre y una vez asentado en sus carnes le llegará el turno a las rodajas de tomate. Al cerrar aquella barra la mirada ya comienza a saborearlo lentamente.
Un buen comienzo para reponer esas energías que todos los días necesitamos para realizar los movimentos de nuestros músculos, de nuestro cerebro, de aquellas actividades en las que nos sumergimos cuando el desayuno comienza a digerirse silenciosamente.
Antes de marcharnos de aquella cocina, aún nos queda el segundo plato. Los dos yogures son vaciados previamente en un pequeño bol y añadimos unos cereales para que aquella pasta nos deje en nuestro interior la fibra necesaria para poder ayudar a nuestro estómago y a nuestro intestino a trabajar con mayor soltura y delicadeza.
Cuidamos el cuerpo y el cuerpo nos cuida a nosotros. El desayuno es la forma más saludable de comenzar el día. Es un instante de cuidarnos con esos momentos de descanso entre bocado y bocado, entre cuchara y cuchara, entre sorbo y sorbo de un agua fina que ayuda a triturar aquello que es introducido en nuestra boca y luego deglutido por nuestra traquea, camino del estómago, el receptor de aquellos manjares.
En esos minutos tranquilos y relajados, nuestros pensamientos comienzan a trabajar, pasan por nuestra mente la película de lo que queremos que sea nuestro día, de aquellas personas a las que queremos ver, de aquellos a los que necesariamente vamos a ver, de aquellos a los que no conocemos y nos encontraremos en el camino, de aquello que creemos será nuestro futuro en este día de nuestro tiempo.
El final del mencionado manjar supone volver al aseo para la limpieza de nuestros dientes, para que nuestro pelo sea convenientemente masajeado y colocado por un cepillo o peine. El resto de los movimientos ya es mecánico y siempre finaliza con esos toques de colonia y la última mirada en el espejo para vernos, y para gustarnos, o quizás no. Hay quien se da un beso y se dice que se quiere. Hay quien no le da tiempo a mirarse y también aquellos que no dejan de hacerlo.
Por fin la ropa ha cubierto el cuerpo ya despierto y solo queda recordar dónde dejamos el coche la noche anterior, dónde están las llaves, recordar todo aquello que nos hace falta para viajar por ese día y finalmente dar un último adiós a aquellas paredes que nos han envuelto en una noche mágica, como todas las que corresponden a esta forma de vida.
Miguel José
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