Cuenta la leyenda de una estación de ferrocarril, un pequeño edificio junto a unas vías por donde circulaban trenes que pasaban sin parar, allá por 1925. Trenes de mercancías, largos trenes de pasajeros, trenes de apeadero, y que siempre dejaban al pasar un sonido especial, un momento en aquella velocidad. Dejaban a su paso su beso particular, un toque de silbato, tras el viento veloz que envolvía el paso por unos andenes que levantaban la arena y los llenaban de polvo.
Todo comenzó en un matrimonio de un pequeño pueblo de Burgos, llamado Villasandino, que tenían once hijos. En aquella época era normal hacer tratos o convenios con tíos o matrimonios de familiares, que no tenían hijos, para dejarles los hijos pequeños en custodia durante algunos años, hasta que les llegaba la mayoría de edad, para volver nuevamente con los padres. Era la época del hambre, que dejaba muy parecidas situaciones en muchos otros hogares, en muchos otros pueblos, en muchas otras ciudades de esta gran España.
No tenían por aquella época dinero, ni casi comida, para poder atender a todos, para que la crianza fuera buena. Bueno para que la crianza fuera. Los recursos en esos momentos no eran suficientes para tantas bocas, por lo que les pareció una buena idea aquello de que si los dejaban con familiares que pudieran mantener una boca más, aliviarían la carga de la citada prole, a la vez que resolvían su futuro, casi siempre incierto.
Fue así como una pequeña niña, de nombre Consuelo, comenzó a ser un consuelo con aquellos tíos, con esos nuevos seres que llegarían a quererla como a una hija. Un jefe de estación muy querido en aquel lugar y una esposa sincera y amorosa, con la que compartía aquella casa, la estación y aquellas vías en un diario sonido de un jugar a los trenes, pero con trenes de verdad.
Esa leyenda afirmaba que aquella niña, de otros padres educada, dejada al cuidado de aquél matrimonio, de aquellas personas que la acogieron, la criaron y la veían en cada despertar, en cada desayuno, como aquel regalo que la naturaleza parecía haberles dejado sin ocultar y que cada mañana regaba con alegría infantil.
A todas horas cantaba, gritaba, reía, en ocasiones lloraba y todas las noches componía aquellas oraciones que la hacían recoger esa corona de virgen niña, de aquel proyecto de mujer que más tarde bordaría.
La chiquilla, poco a poco iba creciendo. Llenaba aquellos pasillos, aquellas habitaciones, aquellos momentos con su simpatía, con aquellos ojitos tiernos, con esas miradas de luna llena, con esos juegos y aprendizajes por las cercanías de aquellas vías, por los cambios de agujas, por aquellos momentos en que veía el paso de los trenes desde su juego con la goma, con esos pequeños ojos de chiquilla ilusionada.
Los pitidos de cada máquina de tren, de cada uno de aquellos hombres que pasaban por aquel lugar, casi siempre eran, como decía, ese pequeño beso hacia la niña chica, hacia el tiempo que se desenvolvía en cada nuevo mes el milagro de aquella nueva vida. Su afán de pulular por los lugares donde los pasajeros esperaban, donde compraban ese billete que les permitía viajar en aquellos vagones, su risa contagiosa que arrancaba a los silencios de aquél lugar, volvía a llenar aquellos pasillos de fiesta y diversión.
No tenían hijos, no podían pensar que aquel ser tan pequeño, de aquellos mofletes redondeados, de esa sonrisa abierta, de risas y carcajadas, de tardes soleadas tomando una merienda, de noches en aquella pequeña mesa redonda, o de amaneceres donde con su carita de sueño agradecía un nuevo despertar.
Sentía aquel jefe de estación como aquella chiquilla ponía en marcha aquel altavoz, aquellos mensajes para dar salida a un tren o para indicar no acercarse a las vías pues el rápido de la Coruña estaba a punto de pasar. Momentos inolvidables.....
La noche abría el tarro de la alegría de esa carita de muñeca, de esos ojos tan abiertos como el lugar que ella recorría con esas carreras rápidas para llamar al jefe de la estación, para recordarle que cambiara las agujas, porque tenía que dejar descansar un tren ligero que debía de esperar.
Los que por allí pasaban la conocían y soltaban siempre una sonrisa abierta, eran conscientes del el amor que se tiene a una chiquilla despierta, a un personajillo de estos que te calan muy dentro y que no sabes porqué se hace querer tanto ese pequeño trasto de niña.
Sabían quienes la tenían despierta, quienes la enseñaban a ser una mocita, quienes la daban ese tierno amor, esa entrega perfecta, que un día volverían aquellos padres que un día sintieron dejarla en aquel lugar. Pero cada noche o cada día que la veían crecer ese regalo que a la vida iban a dejar partir, pero que en esas noches que iban sumando, agradecían la buenaaventuranza de seguir durmiendo bajo el mismo techo.
El cuento de aquella princesa seguía, los días y las noches eran diferentes. En los lugares que aquel tornado de nueva mujer pisaba, nacían nuevas flores, cantaban las campanillas al sonido del viento, salían de sus escondites conejillos salvajes, alguna liebre la miraba en su pequeño silencio. Los pajarillos revoloteaban en un cuadro improvisado mientras en la fresca mañana, la cara lavaba la niña con alguna nueva entonación, con aquella canción que se llamaba "La niña de la estación".
Creo recordar que muchos conductores de aquellas sucias máquinas de carbón, de aquellos enormes trenes que circulaban por aquellos raíles, llegaban muchas veces a parar para dejar un regalo, una pequeña cajita…. para aquella chiquilla, para esa luz que cada vez al pasar iluminaba de color verde su camino, verde dando vía libre para circular, verde para hacerla soñar con aquellos que le daban un simple gracias por estar ahí.
Todo aquello era un sueño para aquella chiquilla, todo aquello fue su gran cuento, todo aquello fue un momento de su vida donde se sentía plena, todo aquello un buen día se derrumbaba cuando en una mañana los vio aparecer junto a aquellas personas que ya creía viviría durante muchos más años.
Llegaron al lugar quejosos, sintiendo que aquella moza, antes pequeña en su antiguo hogar, ahora necesitaban y por ello acudían a aquel lugar, para tratar de explicar a quienes no podían entender, que aquella mocita, crecidita por la edad, estaba lista para poder trabajar.
La leyenda recordará para siempre, en aquella pequeña estación, en aquel viejo lugar a la chiquilla, a la pequeña princesa. Que se vivó mozuela, que se no pudo terminar aquel cuento, pero donde su figura sigue viva, como la alegría de aquella estación, donde siempre se recordará el paso de un alma sincera, .......de aquella niña de la estación.
Madrid, 6 de junio de 2007
Miguel José
PD. Este cuento es para ti......mamá.
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